martes, 4 de marzo de 2008

PITUTOS EN TANTI. Cuento, por Manuel Trejo

De las familias patricias cordobesas con miembros actuantes en la vida pública, la de Evaristo Cáceres Díaz no fue la que menos contribuciones brindó al país. Desde comienzos del siglo XVIII el elenco familiar se fue integrando, alternativamente, con médicos, abogados, arquitectos, catedráticos, sacerdotes y empresarios diseminados por toda la república.
De chico, Evaristo sentía admiración por su tío Ricardo Díaz Fletcher, médico de profesión, lector de clásicos de filosofía y literatura; liberal en política, con un dejo de positivismo en su formación académica, aunque insuficiente para debilitar su sincera fe católica. Después de instalarse unos años como médico rural, viajó a Inglaterra para perfeccionarse en fisiología, especialidad de la que fue profesor en la Facultad de Medicina de la Universidad de Córdoba. Siempre hizo gala de un acendrado espíritu humanista y una sensibilidad social que lo llevó a preocuparse por los problemas de la salud pública. Durante las vacaciones pasadas en la estancia familiar E! Reposo, próxima a la localidad serrana de Tanti, Evaristo solía escuchar fascinado el rico anecdotario del tío Ricardo, frecuentemente matizado con relatos históricos, a veces protagonizados por miembros de la familia; lo deleitaban las no menos interesantes descripciones de sus viajes por Europa. Cuando hubo de elegir profesión dudó entre medicina y abogacía. Optó por las leyes, diplomándose de abogado a los veinte años para iniciarse en el bufete de su padre. Pero la impronta espiritual del tío lo marcó definitivamente: él también se había convertido en voraz lector e incipiente escritor.
Cuando el doctor Díaz Fletcher decide fundar un diario de concepción moderna que superara el excesivo localismo de la prensa regional, se propone enviar al sobrino a estudiar la organización de la prensa inglesa; especialmente la del Daily News que le había impresionado particularmente. Pensaba que en un futuro no muy lejano, Evaristo podría asumir la dirección del mismo. Dado que a un espíritu resuelto como el del tío unía la audacia intelectual inherente a su juventud, aceptó inmediatamente.
Al comenzar la primavera de 1913 se encuentra atravesando el Atlántico. En Southtampton toma el tren a Londres. Piensa que el inglés aprendido de su tío, más las lecturas, en su idioma original, de Burke, Locke, Hume y por supuesto Shakespeare lo habilitan para intentar un diálogo decoroso con algún pasajero. Espera que el cura sentado frente a él termine la lectura del breviario, para preguntarle cuanto tiempo falta para llegar a Londres. Como es de práctica en estos casos la mutua presentación consiste en mencionar la procedencia de cada uno. Al explicar que viene de la Argentina a estudiar la organización de la prensa inglesa, Evaristo siente interiormente que está pasando satisfactoriamente la prueba del idioma. El Padre Brown muestra interés por la situación política y religiosa del país sudamericano porque, refiere, tiene proyectado un futuro viaje a Paraguay y Argentina con el objeto de investigar la acción que en su momento desarrollaron los jesuitas en esas tierras.
Viene de París, donde viajó para participar en una reunión internacional sobre pastoral en las cárceles. Tratándose del proverbial espíritu de tolerancia imperante en Francia, la presencia del inspector Valentin, jefe de la policía parisina, en una reunión de católicos, no le causó ninguna sorpresa, dado el prestigio internacional que tenía como investigador en al campo del delito. Autodeclarado indiferente en materia religiosa, haciendo profesión de un agnosticismo militante, para el sacerdote era, más bien, un ateo vergonzante. La casualidad—para el padre Brown una forma enmascarada de la providencia—, los había reunido en otras oportunidades; en alguna de las cuales las rotundas cadenas silogísticas tejidas por el cura apuntalaron a veces o demolieron otras las argumentaciones cartesianas del francés cuando trataba de encontrar el hilo conductor de un crimen. Ambos habían elegido como escenario común de sus actividades la lucha contra el delito: el policía por el camino del castigo previsto en la ley penal; el cura iluminando el sendero que lleva a la salvación de las almas descarriadas, induciendo el arrepentimiento por sus pecaminosas conductas. Hasta la resistencia opuesta a todo lo sobrenatural por la conciencia de Valentín es, pensaba el cura, penetrable por la luz de la fe y la gracia divina.
Una vez instalado en el hotel y hechas las averiguaciones del caso, lo primero que Evaristo haría al día siguiente sería entrevistarse con el director del Daily News. Mr. Gardiner lo recibió con simpatía, lo ilustró sobre la organización y el funcionamiento del cotidiano y le hizo conocer las instalaciones. De los varios periodistas que había en la sala de redacción su atención fue captada por la enorme figura y la vehemente conversación de quien parecía un polemista nato; fue así como conoció a Gilbert Keith Chesterton. Salieron juntos y caminaron por Fleet Street en animada conversación, para continuarla en uno de los tantos bares y tabernas que se abren sobre la calzada, permanentemente concurridos por editores, periodistas y escritores. Evaristo pudo, entonces, darse cuenta porqué Chesterton era uno de los escritores más importantes de Inglaterra: la lucidez de su pensamiento, la pasión que ponía en la defensa de sus principios, la firmeza de sus creencias, el estilo singular de sus escritos, hacían de él una personalidad fascinante. Como al pasar, dijo que la primera persona con la que había mantenido un diálogo interesante después de su arribo, fue un cura, el Padre Brown. Cual no sería su sorpresa al señalar Chesterton que es un querido y admirado amigo suyo, un verdadero ministro de Dios, un pragmático de la acción pastoral, con quien mantenía largas conversaciones sobre temas sagrados y profanos, en las que mostraba una profundidad que parecía desmentida por la modestia de su pequeña y desaliñada figura. Visitó otros diarios, recorrió Londres, se contactó con la escuela de derecho de Oxford y viajó a París. Después de tres meses de impregnarse con la cultura europea, regresó a la Argentina y se puso a trabajar junto a su tío en la organización del diario. La empresa funcionó bien y al cabo de tres años se convirtió en director de El Mensajero de Córdoba.
Por entonces se entera Evaristo de la presencia del Padre Brown en la estancia "La Candelaria", antigua posesión jesuítica a unos 80 km de Tanti. Le cursa una invitación para pasar un fin de semana en El Reposo. Llega a media tarde de un viernes otoñal cuya luminosidad destaca en toda su magnífica sencillez la arquitectura colonial de las construcciones principales de la estancia. La blancura de las paredes enjalbegadas, las galerías de agradable atmósfera flanqueadas de arriates repletos de hortensias variopintas, la estética robustez de las carpinterías de algarrobo, la serenidad del paisaje serrano, predisponen al presbítero para disfrutar de un agradable fin de semana. Pero al día siguiente las cosas no sucederían tan tranquilamente.
Evaristo y su esposa Amelia Sanabria imparten las indicaciones al personal doméstico para organizar el almuerzo del sábado. Están invitados el arzobispo y, con sus respectivas esposas, el tío Ricardo, el ministro de gobierno, el jefe de policía y el decano de la facultad de derecho. Van recibiendo a los invitados en el portal principal para conducirlos al espacioso estar donde departen sobre la situación nacional y la inestabilidad de la política europea.
El Padre Brown se levantó al alba y, después de rezar en el pequeño oratorio situado al final de la galería principal, salió a recorrer el amplio parque que rodea el casco principal de la estancia. Avanza unos cien metros siguiendo el curso del arroyo Las Mojarras hasta llegar a los corrales donde pastan varios caballos zainos y, separados por un cerco, muchos caprinos. Admiraba el buen desarrollo del ganado cuando se le acerca Zenón Ñancu, joven bien plantado de definidas facciones comechingonas que, después de manifestarle su preocupación por haber advertido señales de un puma merodeando por la zona, le dice: —¡padrecito, padrecito!, me puede dar la bendición, hace mucho tiempo que no se ven curas por estos pagos y temo que el buen Dios se esté olvidando de protegernos a mí y a mi familia. El Padre Brown se siente conmovido por la sinceridad del pedido, infrecuente en el Londres de sus andanzas pastorales y, en un trabajoso castellano, le imparte la bendición a este representante, en cuarta generación, de los fieles mayorales de El Reposo.
Zapatos y ruedos de la sotana salpicados por el rocío mañanero, el Padre Brown hace su entrada en la sala de estar, y es presentado a los invitados; todos se dirigen al comedor para ubicarse alrededor de la gran mesa. En mesa aparte se ubican los niños: Francisco y Paulina, hijos de Evaristo y Amelia, y Rocío y Belén sus primas; echado en el umbral de la puerta, está Cheico, el inquieto ovejero alemán, infaltable compañero de los chicos. Matiza el almuerzo una animada conversación en la que inglés y castellano se alternan para producir un diálogo de variada expresividad. Se habla de la guerra mundial, de la posición de los pacifistas y de las consecuencias del nuevo orden internacional que seguirá a la contienda. Al mencionarse el impacto que seguramente habrá causado en la intelectualidad inglesa la conversión de Chesterton al catolicismo, el Padre Brown permanece callado, testigo y confidente como ha sido de la trayectoria espiritual del ya famoso autor de Ortodoxia, El hombre que fue jueves y muchas otras obras de pareja importancia. Casi a los postres se escuchan dos disparos de arma de fuego. Sobresaltados, todos se ponen de pié. Acompañada de las demás mujeres Amelia lleva los niños a la biblioteca, y los tranquiliza trayéndoles sus juegos de entretenimiento; afuera se escuchan los ladridos de Cheico. Evaristo se siente muy conmovido cuando, al salir a la galería, divisa el cuerpo de Zenón caído sobre la vereda que rodea la fuente del jardín; con la rapidez del relámpago pasan por su memoria los juegos y hábitos rurales que, niños y adolescentes, protagonizaron juntos. El doctor Díaz Fletcher se inclina sobre el joven para advertir que está con vida, no obstante la abundante sangre que mana de una herida que afecta el parietal izquierdo; realiza las prácticas del caso para detener la hemorragia y dispone, con la anuencia del jefe de policía, su traslado al hospital de Carlos Paz.
Piensa el Padre Brown que no siempre son placenteras las circunstancias en que nos coloca la providencia al verse, una vez más, ante un hecho policial que lo afecta dolorosamente, pues la víctima es un alma sencilla a quien horas antes diera la bendición que, a la luz de lo acaecido, parece haber resultado ineficaz. Ha seguido atentamente lo sucedido y acompañado al jefe policial en el examen del escenario: observan, en medio de la sangre derramada sobre las lajas, lo que parece ser un proyectil que el policía estima de un revólver del treinta y dos que agregará como prueba al sumario; el proyectil que habría impactado en el parietal izquierdo de Zenón les hace pensar en un accidente o en un atentado, pues hay que descartar el intento de suicidio, opina Evaristo, agregado al grupo, dado el natural optimismo de su amigo, y porque difícilmente un diestro se suicida disparándose sobre la sien izquierda; ensayan varias conjeturas sobre posibles móviles de la agresión que implican distintas líneas de investigación y el correspondiente acopio de pruebas, entre las cuales una fundamental es el hallazgo del arma. En esta etapa preliminar ningún ominoso manto de sospechas se abate sobre las personas que habitan El reposo. La angustiante tensión vivida va dando paso a una expectante calma que se afianza cuando el director del hospital informa telefónicamente al doctor Díaz Fletcher que Zenón Ñancu esté fuera de peligro, que la herida es importante pero no hay proyectil incrustado en el cráneo, por lo que a la mañana siguiente podrá prestar declaración.
Mientras tanto el Padre Brown sigue examinando el terreno. Sobre la formación rocosa que desciende hacia el arroyo, observa un reguero de sangre rojinegra, lo sigue y al final de su sinuoso recorrido encuentra el cadáver de un pequeño cabrito semidegollado; inmediatamente recuerda lo que dijera Zenón sobre la presencia de un puma por los alrededores y supone que, muy probablemente, tiene relación con lo sucedido; en hallar sus términos se concentra entonces. Sigue la pesquisa y, junto al animalito, ve impresa con sangre la imagen plantar de la pata de un felino de gran tamaño y muy cerca, a unos ochenta centímetros, la señal inequívoca del impacto reciente de un proyectil sobre la piedra granítica. No duda un instante: —discurre que al advertir Zenón Ñancu que el puma se había lanzado sobre el pequeño animal, se munió de la primera arma que encontró y disparó dos balazos cuando la fiera llevaba la presa en sus fauces; uno habría impactado en el animal y el otro en la roca y, de rebote, en la cabeza de Zenón. Todo parecía indicar que al sentir el balazo en su cuerpo, el puma soltó la presa y huyó del lugar; entonces se pregunta ¿de donde provino el proyectil hallado junto al cuerpo de la víctima y como llegó ese mismo u otro a impactar en su cabeza; y advierte la contradicción que surgiría entre la supuesta presencia de tres proyectiles, y los dos únicos disparos escuchados. En el Ínterin, el jefe policial ha encontrado sumergida en la fuente, el arma que resulta ser un revólver calibre treinta y dos, con dos cápsulas percutidas. Evaristo, seguido de los presentes, se dirige al recodo de la biblioteca que hace las veces de pequeña sala de armas; están caídas varias armas de puño, juntamente con el estante donde se las exhibe y advierte que falta el Smith-W'esson calibre 32 que, obviamente, será sometido a los correspondientes exámenes balísticos.
A todo esto, los niños han abandonado los juegos de entretenimiento para organizar sus propios escenarios lúdicos sin perder, como es habitual a su edad, el contacto con la actividad circundante de los adultos que saben preocupados por lo sucedido. Con sillones volcados, cartones y alfombras han creado un pequeño caserío de utilería que los obliga a trasladarse gateando de un lugar a otro. Francisco se acerca a Cheico y advierte que mordizquea, con su hocico levemente ensangrentado, un objeto duro y pequeño; lo levanta y saliendo en busca de su padre, exclama: —¡Papá! jPapá! , vení, el Cheico se ha lastimado la boca mordiendo un pituto; hay otros dos en el suelo, los va a tragar! Sin comprender cabalmente el significado de la palabra pituto, el Padre Brown va atando los cabos sueltos de la investigación; se le explica que son los pernos utilizados para sostener un estante, lo toma y pide al jefe de policía compararlo con el proyectil secuestrado para el sumario: resultan ser iguales; la conclusión es que el manchado con sangre es un pituto y no un proyectil. El sacerdote afirma, con la seguridad que lo caracteriza, que Zenón se dirigió al lugar donde estaban las armas y en su apuro casi se colgó del estante elevado, del que tomó el revólver y los proyectiles; de resultas, estante y demás armas se vinieron abajo, pitutos incluidos. El perro salió detrás con un pituto entre dientes, y cuando el muchacho cae herido se acerca a olisquear, se mancha el hocico y al ladrar, para llamar la atención, lo deja caer. Continúa el Padre Brown: —No me cabe duda de que se trata de un accidente. Lo que hay que hacer ahora es encontrar sus causas y el modo como ocurrió. Salvo en Evaristo y su tío, en los rostros de los demás presentes se advierte una apenas disimulada expresión de contrariedad ante las seguras afirmaciones del cura: el ministro de gobierno y el jefe de policía sostienen que es prematuro descartar la hipótesis del intento de homicidio; el decano de la facultad de derecho piensa en el encuadre penal que habría que aplicar en uno o en otro caso; y el arzobispo se muestra molesto por lo que considera un exceso de autonomía por parte de este curita venido de Europa, que estaría saliéndose de los carriles normales del buen comportamiento sacerdotal.
El doctor Díaz Fletcher y su sobrino, se acercan al Padre Brown, ya sosegados por sus convincentes conclusiones; los tres recorren el terreno en busca de indicios que permitan explicar el accidente; de pronto Evaristo exclama: —¡Miren aquello! Creo que hemos encontrado la explicación, y señala una de esas horquillas que se usan para emparvar el pasto seco; se acercan y, en efecto, una de las agudas puntas está manchada con sangre; y agrega: —en su carrera Zenón ha caído dando con la sien izquierda en la punta de la horquilla, alcanzó a disparar contra el puma y al volver cruzando el jardín se desplomó al borde de la fuente, yendo el arma a parar en del espejo de agua. Detalle más o menos, la descripción coincide con la declaración que a la mañana siguiente haría Zenón Ñancu.
Los invitados se han ido retirando; en la límpida esfera celeste se encienden las estrellas australes, anunciando una serena noche del, por ahora, benigno otoño. El Reposo retoma su pulso habitual, se escuchan las cantarinas voces de los chicos; lejanas lucecitas a lo largo del valle indican la presencia de vida humana, esto es, pasiones, odios, fe, amor, alegrías, dolores, muerte. Padre Brown eleva la mirada al cielo y al descubrir la Cruz del Sur se hinca para orar, don Ricardo hace lo propio, Evaristo duda pero al final cae de hinojos. Cuando se dirigen a la casa expresa: —Padre, le pido disculpas por anticipado, es duro lo que diré: a veces siento que el Evangelio está en vías de fracasar; el impenetrable silencio de Dios me hace pensar que la justicia no es de este mundo; que al César, es decir los poderes instalados en el orbe, le damos más de lo debido, o se lo toma por la fuerza; que la opción preferencial por los pobres que predica la Iglesia, parece quedar en mera frase retórica; que debe considerarse grave pecado matar invocando a Dios, como suelen hacer los gobernantes que deciden hacer la guerra; que nosotros los privilegiados nos amparamos demasiado en las formalidades del culto, sin comprometernos en la lucha cotidiana por la verdad; que en los desposeídos hemos dejado de ver el rostro de Jesucristo clamando más por la justicia que por la caridad. Después de guardar unos minutos de silencio, el Padre Brown le dice: —No vayas a pensar que los hábitos sacerdotales son la coraza que me protege para siempre del asedio de la duda; pues la duda, o mejor dicho la superación de la misma, es la prueba más contundente de la fortaleza de la fe. Yo he recibido la gracia de poder constituirme en puente entre el Señor y los hombres que hallo en mi camino, sean humildes o poderosos, ricos o pobres, creyentes o no; ante todos ellos debo dar testimonio de Su presencia, ayudándolos a abrir sus corazones para andar dos caminos: obrar el bien y, si son creyentes, abandonarse al dulce embeleso de la oración. Yo vengo de la nación más poderosa del planeta, cultora del progreso material, adoradora de la máquina, donde sus clases privilegiadas creen, o aparentan creer, que acumular riquezas es un don que la providencia les ha deparado. Muchas veces—mi querido Evaristo—pienso que, como ya ha sido dicho, somos nada más que personajes de una interminable narración. Pero, al reflexionar, rechazo la metáfora, resisto considerarme, y considerar los demás como personajes, es decir, figuras, en definitiva autómatas inventados por otros. Para ateos y agnósticos se trataría de un relato infinito y sin sentido o con un sentido incomprensible, sin ningún indicio de acción sobrenatural; para los creyentes, en cambio, ese relato tiene comienzo, final y sentido, porque Dios es su autor. Tú perteneces a un país joven, no demasiado contaminado todavía, y has elegido la noble profesión de periodista, que supone la enorme responsabilidad de contribuir a formar la opinión de la ciudadanía orientándola hacia la práctica de una sana democracia fundada en los valores fundamentales de la justicia y la honestidad. Persevera en ellos.
A media mañana del lunes recorrerán en auto el polvoriento camino que los separa de la ciudad de Córdoba. Evaristo invitó al sacerdote a visitar la sede del diario y le pidió que escribiera algo para publicar. Llegados, el Padre Brown se sienta ante la máquina de escribir y en no más de cuarenta minutos finaliza una nota que titula: El candor de un cura irlandés.